naufragio

Declaración a Gloria Swanson


Declaración a Gloria Swanson

Yo te amaré sin remedio
aunque pase un siglo entero
como Max a Norma Desmond:
para siempre y en silencio.

Diari d'Anglès (4)

Anglès, 5-XII-13

     Al despertarnos, la ropa encima de la cama -normalmente un batín que tendemos sobre las cinco capas de sábanas, mantas, colchas y hasta sacos de dormir bajo las que dormimos en un vano intento de abrigarnos todavía más (una docena adicional no serviría de nada de no ser por la eléctrica que dejamos encendida toda la noche y que algunas hasta nos hace sudar); a veces la ropa que hemos llevado puesta a lo largo del día, arrebujada por desidia- amanece mojada: ni fría ni húmeda, mojada.

     Ayer, cuando Ernesto me llevó en coche a Salt -un pueblo pegado a Girona como Mislata lo está a Valencia- para formalizar ambos el traslado en la oficina del paro, la luna del vehículo tenía una capa de hielo: tuvo que rascarla con la tapa frontal de la caja de un cd a modo de espátula. Ya en marcha se veía a los lados de la carretera la hierba y los campos alternativamente blanquecinos o pareciera que regados según les diera el sol o permanecieran a la sombra: rocío congelado todavía, o ya derretido.

     La semana pasada, tras moldear dos hamburguesas de una porción de carne picada no descongelada del todo después de siete horas fuera de la nevera, se me hincharon las manos de forma que no podía cerrarlas en puño; debido, supongo, al radical cambio de temperatura tras lavármelas con agua caliente una vez terminada de preparar la comida que luego cocinaría Siberia.
 
     Anécdotas quizá habituales en lugares verdaderamente fríos que a mí sin embargo me sorprenden como si hubiera cambiado de continente por lo menos.

***
   
     El martes me hice socio de la biblioteca del pueblo: hay fondo para sobrevivir una temporada pese a sus comprensibles lagunas, y se beneficia -al menos si lees en catalán, que no es mi caso aunque a fuerza imagino que acabarán ahorcando- de esa sana selección de clásicos que por pura necesidad destaca mejor sin competencia de excesivas novedades o inabarcable catálogo. Me traje una buena partida, pero aún así la sección de cómics -por la que expresamente quería acudir a la biblioteca- se reducía a no más de una veintena de ejemplares adquiridos sin criterio visible de la que al menos esta vez me pude llevar una edición en catalán del Habibi de Craig Thompson (mi amigo Txavi, tras habérselo regalado a unos cuantos amigos y ya no recuerdo si a mí también, me recomendó su Adiós, Chunky Rice: una maravilla que ignoro si volvió a igualar con el posterior Blankets -novela gráfica que gozó hasta de posterior banda sonora- o en este Habibi que no creo que hubiera leído de no darse las presentes circunstancias de escasez -ni las historias de Corto Maltés ni el Daredevil con guión del director Kevin Smith que he leído estas semana me han parecido gran cosa: claro que con este último personaje es inútil cualquier empresa después de la etapa culmen de Frank Miller-).

     Ni Astérix ni Tintín -al que, por cierto, el fracaso de la película de Spielberg nos ha librado de tenerlo que llamar tantán tal y como ya ha cuajado el espáiderman para el espíderman de toda la vida-.

     Por suerte, al menos en lo que a Astérix (también pronunciado llano como mandaba la tilde de las primeras ediciones hasta que la película con Depardieu nos lo volvió francófonamente agudo) se refiere, la hermana de Siberia promete subsanar el problema: dispone de la  colección completa.
   
     Deseo con ansia volver a leerla entera -La cizaña, regalado por una antigua jefa de mi madre a quien bien podría deber la pasión lectora si tenemos en cuenta que regalo suyo el fue el primer libro más o menos largo que recuerdo haber leído (un siete de enero fuimos a recoger dos paquetitos envueltos en papel marrón -a su casa, Melchor, Gaspar y Baltasar llegaban con un día de retraso a causa, lógicamente, de que Isabel vivía en Valencia y no en Mislata (que durante el mismo día pudieran dejar regalos en las casas de niños de todo el mundo y hubiera que esperar al día siguiente para descargar en Valencia capital no suponía motivo de sospecha alguno: eran magos -no otro argumento interiorizaba a la hora de entender por qué mis padres nunca dejaban las puertas del balcón abiertas para que pudieran entrar los camellos que, también lógicamente, bebían café con leche- y, en todo caso, sus razones tendrían; mi prima -por ejemplo- quedaba convencida cuando sus padres y los míos se iban al Continente a mirar los regalos para dejarlos encargados, ya que los reyes también compraban en los desaparecidos almacenes)- que contenían un libro para mí y otro para mi hermano mellizo sorteados a ciegas; a mí me tocó una edición de Las aventuras de Tom Sawyer adaptado para jóvenes y con una página de cómic cada dos o tres con letra sola de la antaño célebre Historias selección de Bruguera: no estaba mal del todo pero ¿acaso podía competir mínimamente con el radiante libro desde cuya portada un chico rubio parecía a punto de caer al vacío por la barandilla de lo que luego descubriría que era un faro y con el irresistible título de Los cinco en las rocas del diablo que le había tocado por azar a mi hermano? hube de recurrir a la artera maña -según me recuerda mi madre todavía hoy, numerosas veces utilizada en mi infancia- de alabar panegíricamente el libro que me había caído en suerte para, magnánimo, ofrecerle a mi afortunado hermano la posibilidad de trueque por el suyo -Jacob, en el momento de arrebatarle la primogenitura a Esaú, un aprendiz a mi lado-; accedió -ignoro si convencido o apiadado-, tal y como hizo -según cuenta mi madre a la primera de cambio para alabar mis ya extintas dotes para la argucia ladina- al ofrecerle mi magnífica raqueta agujereada -por la que se podía colar la pelota como valor añadido- y mi espectacular coche de juguete -capaz de efectuar prodigiosos derrapes causados por la falta de una rueda- a cambio de sus convencionales, aburridos e intactos coche y raqueta) fue el primero de los álbumes del irreductible galo que tuve en mis manos (poco tiempo después acudía a la biblioteca de Mislata -o a la de mi colegio, o a las dos: no recuerdo- para emitir todas las tardes -por orden cronológico- una nueva aventura de Astérix: de la radio-televisión que -ríanse del típico amigo imaginario- emitía desde mi mente para el mundo entero -siempre que alguien en el mundo dispusiera de antena telepática, por supuesto- los cómics y libros que leía, las películas que veía en mi casa o en las de mis amigos y hasta varios acontecimientos como las transmisiones en riguroso directo de tracas, castillos y cremás falleras; permítanme que hable -quizá largo y tendido- otro día con más tiempo en este misceláneo y atropellado diario público)-.

   

Diari d'Anglès (3)

Anglès, 29-XI-13

     Sin nada en la mente de lo que pueda tirar, me pongo a escribir tumbado en la cama. Le he pedido a Siberia que levante las persianas de nuestra habitación justo antes de irse a trabajar para que pueda aprovechar mejor las mañanas. A las 8 me quedo leyendo -con la manta eléctrica bajo las sábanas todavía encendida pero a menos potencia que a lo largo de la noche- hasta las once más o menos que apago la manta, salgo de la cama y de la habitación y llevo a cabo alguna tarea de la casa. 
    
      Hoy pretendía encerrarme para que no se pasara la mañana sin escribir algo pero no he sido capaz de despertarme pronto. A las once me he preparado y tomado un café y he seguido la lectura del Viaje a Italia de Goethe: otro diario y seguramente el responsable de que esto que ando escribiendo haya decidido tomar la misma forma llamémosle literaria.

     Probablemente la sección de viajes sea una de las que menos frecuento -si lo había hecho alguna vez- en las librerías, pero alguien había decidido ubicar en las estanterías a ella dedicada uno de los volúmenes de crónicas periodísticas de Manuel Chaves Nogales que quería llevar conmigo para leer en Anglès. No tenía ni idea de que existiera un diario -también, da la impresión, compilación de cartas- escrito por Goethe durante su periplo por Italia -evidentemente ignoraba de la misma forma la existencia y los detalles de tal viaje- y -teniendo ya en mano  un cuaderno de dimensión suficiente (din A-4) como para forzarme a renuncia al formato poético si conseguía vencer mi abulia creativa-, al descubrirlo en barata y manejable edición de bolsillo, decidí que sería una lectura apropiada para mi propósito (en la maleta llevaba la Biblia, el Quijote -que empezaré por tercera vez y quién sabe si por tercera vez dejaré inconcluso para que me motive reemprender su disfrute en el futuro- y pensaba acudir a la surtida biblioteca de Siberia en busca de más clásicos) de aprovechar estos días para leer esos libros que es injusto que mal leamos a trompicones mientras estiramos inverosímilmente el tiempo en épocas que pasamos imbuidos en absorbentes rutinas poco edificantes cuando menos.

     Mis vacaciones han estado llenas de proyectos de ese tipo desde bastante joven -pasaba meses planeando los seis libros gordos que me llevaría en verano los casi tres meses que permitía la biblioteca de Mislata al cierre por vacaciones-: casi nunca -claro- llevados finalmente a cabo en su totalidad, aunque pueda hablar por su recuerdo en mi memoria del verano de Los tres mosqueteros (en el pueblo de mis padres, encajado -literalmente- en la honda ventana del cuarto: cabía en el hueco entre la mosquitera que daba al exterior y las puertas de una ventana que había de cerrar para que mi hermano y mi primo pudieran dormir sin que la luz de la farola que aprovechaba les molestara para leer -desde allí observé algo asustado una noche a Ginés, el loco del pueblo, consolar al pobre dedo pulgar de su mano derecha por haberse quedado huérfano-); de las vacaciones de El tambor de hojalata el primer verano que pasé en Jaraguas, el pueblo de mis tíos y mi particular Arcadia; de las vacaciones de Moby Dick, ya en la fábrica de pienso (cuya lectura hube de continuar de vuelta al trabajo en el tren de cercanías -donde empecé a coger la costumbre de fijarme en alguna chica con la que coincidiera todos los días y con la que nunca habría de cruzar palabra, tal y como he seguido haciendo desde entonces cuando he repetido el mismo horario durante algún periodo de tiempo-, o tumbado en el cartón -personal e intransferible- extendido en el suelo de los baños donde dormíamos la siesta los trabajadores -después de comer- hasta entrar al turno de tarde); o el de la segunda vez que comencé el Quijote (la primera fue obligada cursando el instituto, me arriesgué a no leer los veinte capítulos finales para poder hacerlo más adelante por gusto; el profesor de literatura -el literato, como le llamábamos- nos preguntaba todas las semanas sobre los diez capítulos que nos había mandado leer, y no me hubiera gustado decepcionar al que de todos ellos sin duda más creyó en mí como alumno y hasta en mi potencial como escritor: convocó un concurso literario no remunerado para los estudiantes al que me presenté con un breve poema leído en sueños en un libro abierto, otro en mi recuerdo bastante vergonzoso pero con tramposa referencia a la mitología clásica -Hero y Leandro en concreto- para ganarme el favor del unipersonal jurado y uno o dos más que he olvidado por completo -así serían-; en cuanto se los entregué grapados se puso a leerlo en silencio durante la clase -las piernas me temblaban: con su involuntaria rudeza nacida de una sinceridad sin filtro alguno, acababa de soltarle un directo y lapidario ¿por qué no tratas de decir algo? a una chica que le había dejado otro texto para concursar- y cuando acabó -en el mismo tono seco que empleó para hundir a la pobre chica en una indisimulable desazón- me espetó Si el tiempo no lo mejora... -guardó silencio eterno- ...ya tenemos ganador -si no lo mejoró, el tiempo lo igualó como poco; el premio acabó siendo compartido, y yo descubriendo el significado de la locución latina ex aequo, con un alumno de otra clase con quien jamás llegué a entablar conversación y del que me alegro que todavía hoy siga dedicando su tiempo a la escritura de poesía siendo como era el más brillante por su expediente de nuestra promoción [más adelante ampliaría mi raquítico vocabulario de nuevo gracias a los concursos literarios cuando gané un accésit tampoco remunerado en la facultad de filología debido, según supe después, al empecinamiento de un profesor que entonces no conocía -el jurado se negaba a premiar mi poema como exigía aquel profesor, parte integrante, porque era demasiado corto y eso desprestigiaría el premio- y al que en el futuro acabaría hastiando tras hacerme una propuesta seria de publicación finalmente frustrada que me llevó -juntada, por supuesto, a comunes dramillas sentimentales y a tragedias cercanas más graves- a una depresión de la que tarde años en salir y a dejar de escribir -pensando que para siempre- durante una larguísima temporada: al literato le llevé más textos -de corte torpemente umbraliano- que le gustaron y por los que me animaba a continuar escribiendo, como sigue haciendo hoy en día -pero hasta cuándo, y hacia dónde- más gente sin que haya conseguido nada; ya en la facultad -y viendo que no avanzaba el proyecto  de publicación- volví a quedar con él y le llevé lo más reciente que había escrito -imitando a Carver creo que con un poco más de fortuna-, frente a lo que me dijo pero esto es anterior a lo que me dejaste la última vez ¿no? -no lo era- pues has ido p'atrás, palabras que añadidas a un larguísimo relato que no le gustó a nadie constituyeron otro motivo más para mandar a la mierda la escritura]- sin saber ya de qué manera abrir o cerrar nuevos signos de puntuación finalizaré el recuento de mis peripecias literarias añadiendo que un día me llegó al correo electrónico un mail notificándome que había ganado no sé si un segundo o tercer premio creo que esta vez dotado con algo de pecunio en uno de los varios concursos a los que me presenté por aquellas fechas; el título no me sonaba aunque había enviado tantas poesías sueltas o recogidas que quién sabe, pero no: otro chico con mi mismo nombre y apellido se había presentado también al concurso y era el justo receptor del premio que me habían adjudicado erróneamente, un delirio del que al menos me salió un divertido poema tras tener que informar a la dirección del concurso -me dieron las gracias, expresaron sus disculpas y el deseo de que volviera a participar en su siguiente convocatoria: igual hasta me hubieran dado el premio con sólo, yo qué sé, plagiar a Garcilaso con tal de desfazer el entuerto- que acabó siendo, lógicamente, el último al que pienso presentarme -miento: Siberia sortea por facebook unos calcetines de lana tejidos por ella al poema más votado; seguro que ni por medio del flagrante nepotismo de cariz sentimental en juego acabo obteniendo el premio esta vez-) en un tren rumbo a Madrid y ya allí en un hotel de lujo (cuando aún tenía un poco de dinero y ahora que los precios han caído en picado).
     
     En fin, no dudo que en adelante Viaje a Italia pueda constituirse en el libro vinculado a mi llegada a Anglès y quizá hasta en el que dio pie a este diario que me está saliendo un tanto memorialístico al menos en sus primeras entradas, pero la verdad es que ahora mismo lamento no haber podido cargar -debido a su volumen- con un buen surtido de comics (Siberia no tiene ninguno en casa, aunque ya he comprado -en los chinos de aquí y por su más que reducido precio- una de esas recopilaciones -ésta de Corto Maltés- que venden con el periódico sin respetar el tamaño y dislocando la disposición de las viñetas original; y ella me ha traído un álbum de Daredevil -guión de Kevin Smith- de la biblioteca donde trabaja, aunque debido al traslado que están efectuando le será complicado): ya que no voy a tener dinero para comprarme -salvo saldos- ni podría llevármelos de vuelta sin dificultad, recurriré a la biblioteca local a ver si, al menos, es posible releer la colección completa de Tintín o de Astérix.


Diari d'Anglès (2)

Anglès, 25-IX-2013

     Lunes por la mañana: son las once y, en la ventana del cuarto en que este fin de semana nos hemos visto la trilogía de El Padrino, todavía quedan surcos no sé si de rocío o del vapor condensado que todas las noches empaña por completo -llegando a formar capa- el cristal al rato de encender la merecidamente idolatrada estufa. Y el sol le da de lleno hace bastante.

     Siberia -le pregunto si quiere que la llame así, me dice que sí y así lo haré en adelante- está trabajando y tengo toda la mañana para mí solo: como todos los días laborables desde que llegué aquí hace hoy unos diez días. Mañana me empadronaré y empezaré a buscar sin mucha esperanza trabajo en este pueblo.

     He desayunado un tazón de leche y arroz tostado con chocolate: choco-krispis, vamos, pero en versión marca blanca. Desayuno lo mismo todos los días, alternando los cereales de chocolate con la clásica imitación de Corn Flakes que tomé mi anterior estancia aquí hará cosa de un mes. Ahora que vengo para más tiempo quise volver a probar los de chocolate: hacía años que no los tomaba y en el supermercado se me antojó echar un paquete al carro recordando las tardes en que lo merendábamos a diario. Ricardo y yo.

     Ricardo fue mi mejor amigo de la infancia. Los lunes, miércoles y viernes iba a comer a su casa; martes y jueves él a la mía. Los fines de semana alternábamos su casa o la mía para dormir en la misma habitación.

     Es imposible, claro, que esa frecuencia fuera tan estricta -pasando el texto del cuaderno al blog donde publico este diario se me ocurre que seguramente alternáramos las semanas, pasando así dos o tres días a la semana comiendo juntos y uno de cada dos fines de semana seguramente sólo yo durmiendo en su casa y no al contrario- pero yo así lo recuerdo durante varios años. También que nos repartíamos los deberes para luego copiarnoslos y hasta que estaba establecida la música que podíamos escuchar cada día: Inhumanos, Pet Shop Boys y Depeche Mode para las tres tardes que pasábamos, también, en su casa.

     De Los Inhumanos, claro, qué voy a decir -aunque lo cierto es que 30 hombres solos era nuestra cinta preferida-; el Introspective de Pet Shop Boys todavía me recuerda aquellas tardes y lo de Depeche Mode merecería capítulo aparte: aquello, en mi colegio -y no dudo de que en muchos otros-, fue una auténtica plaga. Para mí se convirtieron en una obsesión como sólo volvería a repetirse en el instituto con el descubrimiento de los Beatles. Mi hermano mayor se había comprado el doble vinilo del concierto que los catapultó a la fama y el de Ricardo la cinta. Con fotos de los grupos que iba descubriendo mi hermano me forré por primera vez una carpeta en séptimo de E.G.B. y logre que los mayores -de octavo: trece años- se fijaran en mí. Algo de lo que no saqué más provecho -debido a mi timidez congénita, entonces patológica- que la breve amistad de uno de los chavales más populares del último curso. Yo me sentía orgulloso hasta que en una de nuestras frecuentes escapadas a los naranjos y el barranco de detrás del colegio -donde Ricardo se rompió un brazo: terreno ya, por supuesto, convenientemente edificado- entre cuyas cañas guardábamos nuestras primeras revistas pornográficas, le vi un día fumando junto a sus compañeros. Seguramente hasta me ofreciera una calada y pudo haberme pedido confidencialidad en señal de acuerdo fraternal, pero en ese momento se me cayó el mito: Conejo fuma. Unos días atrás, un amigo, -quizá hasta celoso de mis nuevas relaciones y pretendiendo enfangarlas- me contó que una chica de octavo había escrito en un muro Conejo,cabrón: me has dejado preñada con la sangre de su propia menstruación. Si defendí, cerril, su inocencia entonces no fue por no dar pábulo al evidente imposible fisiológico en el que estaba basada tan escabrosa fabulación -puedo aventurar que en aquella época Carrie seguía haciendo mucho daño- si no por esa ciega fe que de niño se tiene en las personas que admiramos. La duda, claro, estaba sembrada de esa forma en que cualquier inverosímil bulo puede suponer el tormento de un niño aún sin saber cual es su origen pero yo en mi interior seguía defendiéndole -creería, quizá, en la existencia de aquel sanguinolento grafiti que ya querría para sí la familia Manson, pero no en la culpabilidad del acosado- hasta que descubrí que fumaba: la insondable moral de la infancia. No volví a hablarle.

     El caso es que Depeche Mode sacaron otro disco que esta vez me compré yo, lo escuchaba todos los días. En clase, un profesor llegó a alarmarse cuando hubo hostias -nada serio, quizá ni siquiera se llegó a las manos- en defensa del grupo. Un día no llevé los deberes hechos. O los hice mal. O hasta pude copiarlos incorrectos de Ricardo. Aquel mismo profesor me llamó la atención no sé si por primera vez en mi vida escolar -en el instituto, cuando era inexcusable hincar los codos, caería en picado; pero hasta entonces siempre fui de los que mejores notas sacaban sin necesidad apenas de esfuerzo-: 'Menos Modé Depeché, y más estudiar'.

     No sé de cuántas maneras distintas maldije al profesor interiormente, pero al final se apoderó de mi una vergüenza tal que no volví a escuchar el disco hasta que hace no más de tres años me lo compré en cd. Por menos de eso, Hitler mandó invadir Polonia con el tiempo. Yo, con 35 años, todavía sigo esperando el momento de darle en los morros a los que me reprochaban mi falta de sentido práctico -el ensañamiento con mis devociones musicales había sido un innecesario aporte a la justa reprimenda por parte del profesor- ; también, todo hay que decirlo -y esto es lo más doloroso-, el de poder presentarme con la cabeza bien alta ante quienes profetizaron mis cualidades: momento postergado por los siglos, claro está.
 
   Ricardo y yo crecimos y nos distanciamos. Al contrario que con tantos otros amigos -la mayoría de veces por mi culpa- no ocurrió nada en concreto -que descubriera que fumara, por ejemplo-que pusiera tierra de por medio. En el instituto cambié de grupo de amigos, sin duda porque en el nuevo había chicas. Desde los 18 años no lo habré visto más tres o cuatro veces y, aunque ya no tenga relación con ningún compañero de los tiempos del colegio, siempre me acuerdo de él con cariño pero con una insalvable sensación de algo dejado atrás por completo.

     El Viernes, un día después de llegar a Anglès, Girona, me llamó mi padre al teléfono fijo de casa de Siberia. Al ver el número me enfadé un poco -prefiero ser yo el que llame- y cogí el teléfono con tono quizá algo agrio.

     -Dime.
     -Oye ¿tú tienes el teléfono de Ricardo?- me preguntó mi padre antes de que le reprochara que llamara al número de casa cuando acabábamos de hablar la noche anterior y hacía sólo un día que me había ido.
     -No ¿qué ha pasado?- pregunté avecinando tragedia pero queriendo saber pronto, antes de que se me pasaran por la cabeza diez distintas.
     -Su madre, que se ha muerto.

     Ricardo era huérfano de padre desde muy pequeño. Fina los crió a él y a su hermano prácticamente sola y sin duda yo sentía más libertad en su casa que en la mía debido a la ausencia de figura paterna (sólo una vez, ya quinceañeros, lamentándonos un amigo y yo de nuestros males amorosos, después de decirle a Ricardo que él no era tan desgraciado, nos soltó airado que si sabíamos lo que era no tener padre) pese a que Fina -que ahora descansa junto a su marido- nunca los malcriara: recuerdo un día en que después de comer bajamos Ricardo, su hermano, el mío y yo las escaleras en tromba hasta que, peleándose en broma, los dos hijos de Fina rompieron el cristal de la puerta del patio. Nos tuvo castigados media hora, en silencio, mirando nuestras cabezas gachas: fue efectivo.

     Últimamente la veía a ella más que a Ricardo o su hermano, en el metro. Siempre se me apoderaba un sentimiento extraño cuando me bajaba: durante casi diez años fueron mi segunda familia, ahora recuerdo su cocina las tardes con Ricardo cuando saboreo el regusto casi salado de un cereal de chocolate deshaciéndose en la boca.

     Ya adultos, aunque no del todo distanciados Ricardo y yo, una tarde subió Fina a mi casa. Se contaba batallitas con mis padres. Las veces que tenían que salir en invierno de madrugada, andando hasta el pueblo de al lado o al siguiente para ver si les daban faena para el día; con ocho o diez años.

     -Encima se lo cuentas ahora y no se lo creen.- sentenció mi padre.
     -Pero si no nos lo creemos ni nosotros, que lo hemos vivido ¿cómo quieres que se lo crean ellos?- reprochó Fina, irónica.

     He sacado mil veces a la palestra este comentario en diversas conversaciones desde entonces.

     Mi padre acudió al entierro y yo lamento sinceramente no haberlo podido hacer.

     Empiezan a morirse los padres de mis amigos y a mí me apetece recordar a los míos (que no van a leerme, ahora que -tan tarde- por primera vez vuelo del nido por una temporada larga), decirles que les quiero y que, a veces, reírse de las anécdotas que nos cuentan es nuestra manera de creer lo increíble y admirarlos por haberlo realizado.

Diari d'Anglès (1)

Anglès, 22-IX-2013

     Con este frío duele escribir -a mano, tal y como me lo he propuesto: como casi siempre hago, por otra parte- que no veas.

     Y el caso es que, como metáfora, me sirve.

     Escribir como calentamiento. Para estirar. Volver a acostumbrarme.

     Tiene gracia que lleve unos meses sin prácticamente escribir. O escribiendo -poco-, pero a modo de, yo que sé: como esos petardos se diría póstumos que suenan ya finalizada la traca. Como balas perdidas tras el armisticio.Y cada vez más espaciados.

     Tiene gracia porque desde unos meses acá tengo todo el tiempo del mundo. Y la inspiración ha volado como si no supiera dónde resguardarse con tanto terreno a su disposición. Prefiere, sin duda -o eso parecería por mi caso concreto durante los últimos cuatro o cinco años-, las apreturas quizá incómodas pero seguras que busca un gato callejero las noches de invierno.

     Eso, claro, por no hablar del tiempo que hace que no consigo escribir un simple relato de ficción.
 
   Debería remitirme a unos catorce años atrás (si no fuera por un par de excrecencias narrativas posteriores -una de ellas, para mi asombro, incluso convincente-) si quiero situarme en la época en la que los cuentos (ligeramente pasables la mayoría, unos cuantos malísimos y -en mi memoria- más que digno y mi mejor aportación al género uno que no logro encontrar entre mis papeles y doy por perdido para siempre -mejor así, claro-) me salían del boli con la misma facilidad con que hasta hace poco -tras seis años sin escribir una línea- los poemas de otro boli similar (en distintos cuadernos o libros en blanco que se han ido convirtiendo en objetos algo supersticiosos, teniendo que empezar uno nuevo a cada etapa según mi arbitrario criterio comenzada) o directamente de la pantalla del ordenador (el número de sonetos que han ido tomando forma con seis o siete páginas de internet abiertas para consulta sólo sería comparable a los muchísimos que cuajaron en largos paseos del trabajo al centro de la ciudad -unos cuarenta y cinco minutos- o del centro a mi casa -otros tantos-, si bien durante una larga temporada el método más usual era el siguiente: un par de endecasílabos venidos de la nada durante la ducha -tras haber leído ya unos cuantos versos: sí, cagando- que sabes que contienen un poema y vas rumiando en el metro -durante la lectura un poco ausente de más poemas del libro que empezaste en el baño- hasta que de camino al trabajo se van convirtiendo en un cuarteto; sacas las llaves, abres las persianas del bar y -mientras Juan, tu compañero sordomudo, saca la terraza- coges la libreta de comandas para apuntarlo antes de que la faena haga que se te olviden -ese día tus clientes sufrirán los despistes de costumbre tus días inspirados pero tú ya estás tranquilo: al salir del trabajo te bastará otro paseo para darle vueltas a otra estrofa y, ya en tu habitación, podrás rematarlo tranquilamente y el día estaría hecho y habría merecido la pena despertarse; quizá hasta puedas acabarlo en el ciber en el que te paras de camino al centro para chatear con quien en unos meses se acabará convirtiendo en tu novia y en cuya casa, hoy, empiezas esta especie de diario).

17 de Noviembre de 2013


  • ¡Traigo buenas noticias para mí!
  • En su último suspiro, Esaú se relamió recordando las lentejas que había preparado su hermano pequeño.
  • Jean Cocteau se dedicaba a filmar magia y milagros a tiempo real.
  • Reaccionario visionario.
  • Esas actrices mediocres por las que merece la pena ver una mala película.

Funambulista


Funambulista

Vuelvo a parar al filo del abismo
con un pie en equilibrio vacilante
sobre una abrasadora superficie
resbaladiza, el otro tanteando

el aire como el de un niño miedoso
que apenas moja el dedo en la piscina
debido a la glacial temperatura
-hasta que llega un borde por detrás-

o haciendo exasperados movimientos
como si fuera igual que los de Aquiles
-con alas adornando sus tobillos-;

y sin embargo sé que no hay peligro
alguno en las suicidas acrobacias
que corro a perpetrar cuando me dices:

Me gusta verte haciendo tonterías.

Peteneras


Peteneras

A las seis de la mañana
no sonó el despertador:
eran campanas doblando
desde el tren de la estación
convertida en camposanto.

El día paso en tinieblas:
si te vas de madrugá
no sale el sol, que la tierra
-compañera de mi alma-
me ve y se queda pará.

22 de Septiembre de 2013


  • Me has manipulado todo lo que he querido.

  • A día de hoy se diría que no existe más amor imposible que el no correspondido.

  • Honradez sospechosa.

  • La vida como una de esas tediosas e interminables (independientemente de su duración) películas de arte y ensayo, y tú como la efímera secuencia magistral que de golpe la transforma en algo perennemente memorable.

  • Tienes (cer)razón.

Fugitivo


Fugitivo

Abrázame tan fuerte como puedas:
igual que si mañana no existiéramos
ninguno de los dos y nos fundiésemos
hasta chocar tu pecho con mi espalda.

Abrázame y -sin darte explicaciones
que no puedo ofrecer ni que creerías
en caso de tenerlas- ven conmigo
o quédate un momento para siempre:

no tengo más remedio que aferrarme
a la estabilidad del fugitivo
la noche del reencuentro con los suyos

a punto como están de darle caza
las mafias y demás autoridades
que tantos meses llevan en su busca.

Del charco bautismal


Del charco bautismal

Yo andaba tan tranquilo y tú llegaste
igual que un conductor que saca el coche
en plena tempestad y va acercándose
a un charco que parece una piscina

y no sólo lo ve si no que pisa
el acelerador a fondo y ríe
tras escuchar los gritos e improperios
que le dedica -yo- la pobre víctima

desde el retrovisor -vergüenza y rabia-
como un David, de forma previsible,
finalmente humillado por Goliat.

Así pasaste, rauda, y desde entonces
maldigo al puto sol que al poco tiempo
salió y secó -me alegra cada ocaso-

los rastros del amor con que me ungiste.

10 de Agosto de 2013


  • También hay paradojas tajantes.


  • La quiso tanto que no puede olvidarla, la quiere tanto que no se lo recuerda.


  • Se enfrentaba al espejo como lanzando una moneda de dos caras al aire. Apostó siempre a cruz.


  • Postureo es llamar 'postureo' a la 'pose' de toda la vida.


  • Todos tenemos la posibilidad de cambiar hasta llegar a aceptar lo que irremediablemente somos.


30 de julio de 2013



  • Pasó en un suspiro de beauvoiriana a bovaryana.  

  • Escuchar free jazz y que las circunvoliciones del cerebro se vuelvan matasuegras.    


  • El Padre Nuestro debería recuperar aquello de las deudas y los deudores.     

  • 'Plegarias del desprecio', 'Asideros del abismo', 'Arrestos del naufragio'; yo lo que debería hacer es escribir un libro de títulos y dejarme de tonterías.    

  • Esos críticos que se regocijan a la caza de defectos en las obras maestras, ignorando que lo de la aguja y el pajar -aparte de por la dificultad- viene a cuento por lo inútil de la pesquisa.   

28 de Julio de 2013



  • Sólo después de que reapareciera pudo olvidarla para siempre.

  • -¡Aquí en Domingo no trabaja ni Dios!- gritó el jefe.

  • Lo maté porque no le hizo gracia 'Crímenes ejemplares' de Max Aub.     
  • Hay obras de arte que nos acercan tanto a Dios que a punto están de conseguir que exista.

  • En ocasiones el cansancio físico extremo es el único bálsamo mental posible.

25 de Julio de 2013


  • No tengo dinero ni para libros.

  • Tras lanzarse por la ventana sólo pudimos identificarlo por la insignia de superhéroe asomando en la pechera.

  • Tenía amigos de los que sospechaba no poder fiarse en caso de guerra civil.

  • Amenazaban con rescatarnos.

  • Un aforismo es un poema desperdiciado.