naufragio

Diari d'Anglès (1)

Anglès, 22-IX-2013

     Con este frío duele escribir -a mano, tal y como me lo he propuesto: como casi siempre hago, por otra parte- que no veas.

     Y el caso es que, como metáfora, me sirve.

     Escribir como calentamiento. Para estirar. Volver a acostumbrarme.

     Tiene gracia que lleve unos meses sin prácticamente escribir. O escribiendo -poco-, pero a modo de, yo que sé: como esos petardos se diría póstumos que suenan ya finalizada la traca. Como balas perdidas tras el armisticio.Y cada vez más espaciados.

     Tiene gracia porque desde unos meses acá tengo todo el tiempo del mundo. Y la inspiración ha volado como si no supiera dónde resguardarse con tanto terreno a su disposición. Prefiere, sin duda -o eso parecería por mi caso concreto durante los últimos cuatro o cinco años-, las apreturas quizá incómodas pero seguras que busca un gato callejero las noches de invierno.

     Eso, claro, por no hablar del tiempo que hace que no consigo escribir un simple relato de ficción.
 
   Debería remitirme a unos catorce años atrás (si no fuera por un par de excrecencias narrativas posteriores -una de ellas, para mi asombro, incluso convincente-) si quiero situarme en la época en la que los cuentos (ligeramente pasables la mayoría, unos cuantos malísimos y -en mi memoria- más que digno y mi mejor aportación al género uno que no logro encontrar entre mis papeles y doy por perdido para siempre -mejor así, claro-) me salían del boli con la misma facilidad con que hasta hace poco -tras seis años sin escribir una línea- los poemas de otro boli similar (en distintos cuadernos o libros en blanco que se han ido convirtiendo en objetos algo supersticiosos, teniendo que empezar uno nuevo a cada etapa según mi arbitrario criterio comenzada) o directamente de la pantalla del ordenador (el número de sonetos que han ido tomando forma con seis o siete páginas de internet abiertas para consulta sólo sería comparable a los muchísimos que cuajaron en largos paseos del trabajo al centro de la ciudad -unos cuarenta y cinco minutos- o del centro a mi casa -otros tantos-, si bien durante una larga temporada el método más usual era el siguiente: un par de endecasílabos venidos de la nada durante la ducha -tras haber leído ya unos cuantos versos: sí, cagando- que sabes que contienen un poema y vas rumiando en el metro -durante la lectura un poco ausente de más poemas del libro que empezaste en el baño- hasta que de camino al trabajo se van convirtiendo en un cuarteto; sacas las llaves, abres las persianas del bar y -mientras Juan, tu compañero sordomudo, saca la terraza- coges la libreta de comandas para apuntarlo antes de que la faena haga que se te olviden -ese día tus clientes sufrirán los despistes de costumbre tus días inspirados pero tú ya estás tranquilo: al salir del trabajo te bastará otro paseo para darle vueltas a otra estrofa y, ya en tu habitación, podrás rematarlo tranquilamente y el día estaría hecho y habría merecido la pena despertarse; quizá hasta puedas acabarlo en el ciber en el que te paras de camino al centro para chatear con quien en unos meses se acabará convirtiendo en tu novia y en cuya casa, hoy, empiezas esta especie de diario).

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