naufragio

Diari d'Anglès (2)

Anglès, 25-IX-2013

     Lunes por la mañana: son las once y, en la ventana del cuarto en que este fin de semana nos hemos visto la trilogía de El Padrino, todavía quedan surcos no sé si de rocío o del vapor condensado que todas las noches empaña por completo -llegando a formar capa- el cristal al rato de encender la merecidamente idolatrada estufa. Y el sol le da de lleno hace bastante.

     Siberia -le pregunto si quiere que la llame así, me dice que sí y así lo haré en adelante- está trabajando y tengo toda la mañana para mí solo: como todos los días laborables desde que llegué aquí hace hoy unos diez días. Mañana me empadronaré y empezaré a buscar sin mucha esperanza trabajo en este pueblo.

     He desayunado un tazón de leche y arroz tostado con chocolate: choco-krispis, vamos, pero en versión marca blanca. Desayuno lo mismo todos los días, alternando los cereales de chocolate con la clásica imitación de Corn Flakes que tomé mi anterior estancia aquí hará cosa de un mes. Ahora que vengo para más tiempo quise volver a probar los de chocolate: hacía años que no los tomaba y en el supermercado se me antojó echar un paquete al carro recordando las tardes en que lo merendábamos a diario. Ricardo y yo.

     Ricardo fue mi mejor amigo de la infancia. Los lunes, miércoles y viernes iba a comer a su casa; martes y jueves él a la mía. Los fines de semana alternábamos su casa o la mía para dormir en la misma habitación.

     Es imposible, claro, que esa frecuencia fuera tan estricta -pasando el texto del cuaderno al blog donde publico este diario se me ocurre que seguramente alternáramos las semanas, pasando así dos o tres días a la semana comiendo juntos y uno de cada dos fines de semana seguramente sólo yo durmiendo en su casa y no al contrario- pero yo así lo recuerdo durante varios años. También que nos repartíamos los deberes para luego copiarnoslos y hasta que estaba establecida la música que podíamos escuchar cada día: Inhumanos, Pet Shop Boys y Depeche Mode para las tres tardes que pasábamos, también, en su casa.

     De Los Inhumanos, claro, qué voy a decir -aunque lo cierto es que 30 hombres solos era nuestra cinta preferida-; el Introspective de Pet Shop Boys todavía me recuerda aquellas tardes y lo de Depeche Mode merecería capítulo aparte: aquello, en mi colegio -y no dudo de que en muchos otros-, fue una auténtica plaga. Para mí se convirtieron en una obsesión como sólo volvería a repetirse en el instituto con el descubrimiento de los Beatles. Mi hermano mayor se había comprado el doble vinilo del concierto que los catapultó a la fama y el de Ricardo la cinta. Con fotos de los grupos que iba descubriendo mi hermano me forré por primera vez una carpeta en séptimo de E.G.B. y logre que los mayores -de octavo: trece años- se fijaran en mí. Algo de lo que no saqué más provecho -debido a mi timidez congénita, entonces patológica- que la breve amistad de uno de los chavales más populares del último curso. Yo me sentía orgulloso hasta que en una de nuestras frecuentes escapadas a los naranjos y el barranco de detrás del colegio -donde Ricardo se rompió un brazo: terreno ya, por supuesto, convenientemente edificado- entre cuyas cañas guardábamos nuestras primeras revistas pornográficas, le vi un día fumando junto a sus compañeros. Seguramente hasta me ofreciera una calada y pudo haberme pedido confidencialidad en señal de acuerdo fraternal, pero en ese momento se me cayó el mito: Conejo fuma. Unos días atrás, un amigo, -quizá hasta celoso de mis nuevas relaciones y pretendiendo enfangarlas- me contó que una chica de octavo había escrito en un muro Conejo,cabrón: me has dejado preñada con la sangre de su propia menstruación. Si defendí, cerril, su inocencia entonces no fue por no dar pábulo al evidente imposible fisiológico en el que estaba basada tan escabrosa fabulación -puedo aventurar que en aquella época Carrie seguía haciendo mucho daño- si no por esa ciega fe que de niño se tiene en las personas que admiramos. La duda, claro, estaba sembrada de esa forma en que cualquier inverosímil bulo puede suponer el tormento de un niño aún sin saber cual es su origen pero yo en mi interior seguía defendiéndole -creería, quizá, en la existencia de aquel sanguinolento grafiti que ya querría para sí la familia Manson, pero no en la culpabilidad del acosado- hasta que descubrí que fumaba: la insondable moral de la infancia. No volví a hablarle.

     El caso es que Depeche Mode sacaron otro disco que esta vez me compré yo, lo escuchaba todos los días. En clase, un profesor llegó a alarmarse cuando hubo hostias -nada serio, quizá ni siquiera se llegó a las manos- en defensa del grupo. Un día no llevé los deberes hechos. O los hice mal. O hasta pude copiarlos incorrectos de Ricardo. Aquel mismo profesor me llamó la atención no sé si por primera vez en mi vida escolar -en el instituto, cuando era inexcusable hincar los codos, caería en picado; pero hasta entonces siempre fui de los que mejores notas sacaban sin necesidad apenas de esfuerzo-: 'Menos Modé Depeché, y más estudiar'.

     No sé de cuántas maneras distintas maldije al profesor interiormente, pero al final se apoderó de mi una vergüenza tal que no volví a escuchar el disco hasta que hace no más de tres años me lo compré en cd. Por menos de eso, Hitler mandó invadir Polonia con el tiempo. Yo, con 35 años, todavía sigo esperando el momento de darle en los morros a los que me reprochaban mi falta de sentido práctico -el ensañamiento con mis devociones musicales había sido un innecesario aporte a la justa reprimenda por parte del profesor- ; también, todo hay que decirlo -y esto es lo más doloroso-, el de poder presentarme con la cabeza bien alta ante quienes profetizaron mis cualidades: momento postergado por los siglos, claro está.
 
   Ricardo y yo crecimos y nos distanciamos. Al contrario que con tantos otros amigos -la mayoría de veces por mi culpa- no ocurrió nada en concreto -que descubriera que fumara, por ejemplo-que pusiera tierra de por medio. En el instituto cambié de grupo de amigos, sin duda porque en el nuevo había chicas. Desde los 18 años no lo habré visto más tres o cuatro veces y, aunque ya no tenga relación con ningún compañero de los tiempos del colegio, siempre me acuerdo de él con cariño pero con una insalvable sensación de algo dejado atrás por completo.

     El Viernes, un día después de llegar a Anglès, Girona, me llamó mi padre al teléfono fijo de casa de Siberia. Al ver el número me enfadé un poco -prefiero ser yo el que llame- y cogí el teléfono con tono quizá algo agrio.

     -Dime.
     -Oye ¿tú tienes el teléfono de Ricardo?- me preguntó mi padre antes de que le reprochara que llamara al número de casa cuando acabábamos de hablar la noche anterior y hacía sólo un día que me había ido.
     -No ¿qué ha pasado?- pregunté avecinando tragedia pero queriendo saber pronto, antes de que se me pasaran por la cabeza diez distintas.
     -Su madre, que se ha muerto.

     Ricardo era huérfano de padre desde muy pequeño. Fina los crió a él y a su hermano prácticamente sola y sin duda yo sentía más libertad en su casa que en la mía debido a la ausencia de figura paterna (sólo una vez, ya quinceañeros, lamentándonos un amigo y yo de nuestros males amorosos, después de decirle a Ricardo que él no era tan desgraciado, nos soltó airado que si sabíamos lo que era no tener padre) pese a que Fina -que ahora descansa junto a su marido- nunca los malcriara: recuerdo un día en que después de comer bajamos Ricardo, su hermano, el mío y yo las escaleras en tromba hasta que, peleándose en broma, los dos hijos de Fina rompieron el cristal de la puerta del patio. Nos tuvo castigados media hora, en silencio, mirando nuestras cabezas gachas: fue efectivo.

     Últimamente la veía a ella más que a Ricardo o su hermano, en el metro. Siempre se me apoderaba un sentimiento extraño cuando me bajaba: durante casi diez años fueron mi segunda familia, ahora recuerdo su cocina las tardes con Ricardo cuando saboreo el regusto casi salado de un cereal de chocolate deshaciéndose en la boca.

     Ya adultos, aunque no del todo distanciados Ricardo y yo, una tarde subió Fina a mi casa. Se contaba batallitas con mis padres. Las veces que tenían que salir en invierno de madrugada, andando hasta el pueblo de al lado o al siguiente para ver si les daban faena para el día; con ocho o diez años.

     -Encima se lo cuentas ahora y no se lo creen.- sentenció mi padre.
     -Pero si no nos lo creemos ni nosotros, que lo hemos vivido ¿cómo quieres que se lo crean ellos?- reprochó Fina, irónica.

     He sacado mil veces a la palestra este comentario en diversas conversaciones desde entonces.

     Mi padre acudió al entierro y yo lamento sinceramente no haberlo podido hacer.

     Empiezan a morirse los padres de mis amigos y a mí me apetece recordar a los míos (que no van a leerme, ahora que -tan tarde- por primera vez vuelo del nido por una temporada larga), decirles que les quiero y que, a veces, reírse de las anécdotas que nos cuentan es nuestra manera de creer lo increíble y admirarlos por haberlo realizado.

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