naufragio

Diari d'Anglès (3)

Anglès, 29-XI-13

     Sin nada en la mente de lo que pueda tirar, me pongo a escribir tumbado en la cama. Le he pedido a Siberia que levante las persianas de nuestra habitación justo antes de irse a trabajar para que pueda aprovechar mejor las mañanas. A las 8 me quedo leyendo -con la manta eléctrica bajo las sábanas todavía encendida pero a menos potencia que a lo largo de la noche- hasta las once más o menos que apago la manta, salgo de la cama y de la habitación y llevo a cabo alguna tarea de la casa. 
    
      Hoy pretendía encerrarme para que no se pasara la mañana sin escribir algo pero no he sido capaz de despertarme pronto. A las once me he preparado y tomado un café y he seguido la lectura del Viaje a Italia de Goethe: otro diario y seguramente el responsable de que esto que ando escribiendo haya decidido tomar la misma forma llamémosle literaria.

     Probablemente la sección de viajes sea una de las que menos frecuento -si lo había hecho alguna vez- en las librerías, pero alguien había decidido ubicar en las estanterías a ella dedicada uno de los volúmenes de crónicas periodísticas de Manuel Chaves Nogales que quería llevar conmigo para leer en Anglès. No tenía ni idea de que existiera un diario -también, da la impresión, compilación de cartas- escrito por Goethe durante su periplo por Italia -evidentemente ignoraba de la misma forma la existencia y los detalles de tal viaje- y -teniendo ya en mano  un cuaderno de dimensión suficiente (din A-4) como para forzarme a renuncia al formato poético si conseguía vencer mi abulia creativa-, al descubrirlo en barata y manejable edición de bolsillo, decidí que sería una lectura apropiada para mi propósito (en la maleta llevaba la Biblia, el Quijote -que empezaré por tercera vez y quién sabe si por tercera vez dejaré inconcluso para que me motive reemprender su disfrute en el futuro- y pensaba acudir a la surtida biblioteca de Siberia en busca de más clásicos) de aprovechar estos días para leer esos libros que es injusto que mal leamos a trompicones mientras estiramos inverosímilmente el tiempo en épocas que pasamos imbuidos en absorbentes rutinas poco edificantes cuando menos.

     Mis vacaciones han estado llenas de proyectos de ese tipo desde bastante joven -pasaba meses planeando los seis libros gordos que me llevaría en verano los casi tres meses que permitía la biblioteca de Mislata al cierre por vacaciones-: casi nunca -claro- llevados finalmente a cabo en su totalidad, aunque pueda hablar por su recuerdo en mi memoria del verano de Los tres mosqueteros (en el pueblo de mis padres, encajado -literalmente- en la honda ventana del cuarto: cabía en el hueco entre la mosquitera que daba al exterior y las puertas de una ventana que había de cerrar para que mi hermano y mi primo pudieran dormir sin que la luz de la farola que aprovechaba les molestara para leer -desde allí observé algo asustado una noche a Ginés, el loco del pueblo, consolar al pobre dedo pulgar de su mano derecha por haberse quedado huérfano-); de las vacaciones de El tambor de hojalata el primer verano que pasé en Jaraguas, el pueblo de mis tíos y mi particular Arcadia; de las vacaciones de Moby Dick, ya en la fábrica de pienso (cuya lectura hube de continuar de vuelta al trabajo en el tren de cercanías -donde empecé a coger la costumbre de fijarme en alguna chica con la que coincidiera todos los días y con la que nunca habría de cruzar palabra, tal y como he seguido haciendo desde entonces cuando he repetido el mismo horario durante algún periodo de tiempo-, o tumbado en el cartón -personal e intransferible- extendido en el suelo de los baños donde dormíamos la siesta los trabajadores -después de comer- hasta entrar al turno de tarde); o el de la segunda vez que comencé el Quijote (la primera fue obligada cursando el instituto, me arriesgué a no leer los veinte capítulos finales para poder hacerlo más adelante por gusto; el profesor de literatura -el literato, como le llamábamos- nos preguntaba todas las semanas sobre los diez capítulos que nos había mandado leer, y no me hubiera gustado decepcionar al que de todos ellos sin duda más creyó en mí como alumno y hasta en mi potencial como escritor: convocó un concurso literario no remunerado para los estudiantes al que me presenté con un breve poema leído en sueños en un libro abierto, otro en mi recuerdo bastante vergonzoso pero con tramposa referencia a la mitología clásica -Hero y Leandro en concreto- para ganarme el favor del unipersonal jurado y uno o dos más que he olvidado por completo -así serían-; en cuanto se los entregué grapados se puso a leerlo en silencio durante la clase -las piernas me temblaban: con su involuntaria rudeza nacida de una sinceridad sin filtro alguno, acababa de soltarle un directo y lapidario ¿por qué no tratas de decir algo? a una chica que le había dejado otro texto para concursar- y cuando acabó -en el mismo tono seco que empleó para hundir a la pobre chica en una indisimulable desazón- me espetó Si el tiempo no lo mejora... -guardó silencio eterno- ...ya tenemos ganador -si no lo mejoró, el tiempo lo igualó como poco; el premio acabó siendo compartido, y yo descubriendo el significado de la locución latina ex aequo, con un alumno de otra clase con quien jamás llegué a entablar conversación y del que me alegro que todavía hoy siga dedicando su tiempo a la escritura de poesía siendo como era el más brillante por su expediente de nuestra promoción [más adelante ampliaría mi raquítico vocabulario de nuevo gracias a los concursos literarios cuando gané un accésit tampoco remunerado en la facultad de filología debido, según supe después, al empecinamiento de un profesor que entonces no conocía -el jurado se negaba a premiar mi poema como exigía aquel profesor, parte integrante, porque era demasiado corto y eso desprestigiaría el premio- y al que en el futuro acabaría hastiando tras hacerme una propuesta seria de publicación finalmente frustrada que me llevó -juntada, por supuesto, a comunes dramillas sentimentales y a tragedias cercanas más graves- a una depresión de la que tarde años en salir y a dejar de escribir -pensando que para siempre- durante una larguísima temporada: al literato le llevé más textos -de corte torpemente umbraliano- que le gustaron y por los que me animaba a continuar escribiendo, como sigue haciendo hoy en día -pero hasta cuándo, y hacia dónde- más gente sin que haya conseguido nada; ya en la facultad -y viendo que no avanzaba el proyecto  de publicación- volví a quedar con él y le llevé lo más reciente que había escrito -imitando a Carver creo que con un poco más de fortuna-, frente a lo que me dijo pero esto es anterior a lo que me dejaste la última vez ¿no? -no lo era- pues has ido p'atrás, palabras que añadidas a un larguísimo relato que no le gustó a nadie constituyeron otro motivo más para mandar a la mierda la escritura]- sin saber ya de qué manera abrir o cerrar nuevos signos de puntuación finalizaré el recuento de mis peripecias literarias añadiendo que un día me llegó al correo electrónico un mail notificándome que había ganado no sé si un segundo o tercer premio creo que esta vez dotado con algo de pecunio en uno de los varios concursos a los que me presenté por aquellas fechas; el título no me sonaba aunque había enviado tantas poesías sueltas o recogidas que quién sabe, pero no: otro chico con mi mismo nombre y apellido se había presentado también al concurso y era el justo receptor del premio que me habían adjudicado erróneamente, un delirio del que al menos me salió un divertido poema tras tener que informar a la dirección del concurso -me dieron las gracias, expresaron sus disculpas y el deseo de que volviera a participar en su siguiente convocatoria: igual hasta me hubieran dado el premio con sólo, yo qué sé, plagiar a Garcilaso con tal de desfazer el entuerto- que acabó siendo, lógicamente, el último al que pienso presentarme -miento: Siberia sortea por facebook unos calcetines de lana tejidos por ella al poema más votado; seguro que ni por medio del flagrante nepotismo de cariz sentimental en juego acabo obteniendo el premio esta vez-) en un tren rumbo a Madrid y ya allí en un hotel de lujo (cuando aún tenía un poco de dinero y ahora que los precios han caído en picado).
     
     En fin, no dudo que en adelante Viaje a Italia pueda constituirse en el libro vinculado a mi llegada a Anglès y quizá hasta en el que dio pie a este diario que me está saliendo un tanto memorialístico al menos en sus primeras entradas, pero la verdad es que ahora mismo lamento no haber podido cargar -debido a su volumen- con un buen surtido de comics (Siberia no tiene ninguno en casa, aunque ya he comprado -en los chinos de aquí y por su más que reducido precio- una de esas recopilaciones -ésta de Corto Maltés- que venden con el periódico sin respetar el tamaño y dislocando la disposición de las viñetas original; y ella me ha traído un álbum de Daredevil -guión de Kevin Smith- de la biblioteca donde trabaja, aunque debido al traslado que están efectuando le será complicado): ya que no voy a tener dinero para comprarme -salvo saldos- ni podría llevármelos de vuelta sin dificultad, recurriré a la biblioteca local a ver si, al menos, es posible releer la colección completa de Tintín o de Astérix.


2 comentarios:

  1. El viaje a Italia es un libro excelente y dio origen a sus conocidas elegías romanas.

    "¡Díganmelo, piedras; oh, hablen, altos palacios!

    Calles, digan una palabra. Genio (3), ¿no te conmueves?

    Sí, todo está lleno de alma dentro de tus muros santos,

    Roma eterna; sólo para mí permanece aún en silencio."

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