naufragio

Declaración a Gloria Swanson


Declaración a Gloria Swanson

Yo te amaré sin remedio
aunque pase un siglo entero
como Max a Norma Desmond:
para siempre y en silencio.

Diari d'Anglès (4)

Anglès, 5-XII-13

     Al despertarnos, la ropa encima de la cama -normalmente un batín que tendemos sobre las cinco capas de sábanas, mantas, colchas y hasta sacos de dormir bajo las que dormimos en un vano intento de abrigarnos todavía más (una docena adicional no serviría de nada de no ser por la eléctrica que dejamos encendida toda la noche y que algunas hasta nos hace sudar); a veces la ropa que hemos llevado puesta a lo largo del día, arrebujada por desidia- amanece mojada: ni fría ni húmeda, mojada.

     Ayer, cuando Ernesto me llevó en coche a Salt -un pueblo pegado a Girona como Mislata lo está a Valencia- para formalizar ambos el traslado en la oficina del paro, la luna del vehículo tenía una capa de hielo: tuvo que rascarla con la tapa frontal de la caja de un cd a modo de espátula. Ya en marcha se veía a los lados de la carretera la hierba y los campos alternativamente blanquecinos o pareciera que regados según les diera el sol o permanecieran a la sombra: rocío congelado todavía, o ya derretido.

     La semana pasada, tras moldear dos hamburguesas de una porción de carne picada no descongelada del todo después de siete horas fuera de la nevera, se me hincharon las manos de forma que no podía cerrarlas en puño; debido, supongo, al radical cambio de temperatura tras lavármelas con agua caliente una vez terminada de preparar la comida que luego cocinaría Siberia.
 
     Anécdotas quizá habituales en lugares verdaderamente fríos que a mí sin embargo me sorprenden como si hubiera cambiado de continente por lo menos.

***
   
     El martes me hice socio de la biblioteca del pueblo: hay fondo para sobrevivir una temporada pese a sus comprensibles lagunas, y se beneficia -al menos si lees en catalán, que no es mi caso aunque a fuerza imagino que acabarán ahorcando- de esa sana selección de clásicos que por pura necesidad destaca mejor sin competencia de excesivas novedades o inabarcable catálogo. Me traje una buena partida, pero aún así la sección de cómics -por la que expresamente quería acudir a la biblioteca- se reducía a no más de una veintena de ejemplares adquiridos sin criterio visible de la que al menos esta vez me pude llevar una edición en catalán del Habibi de Craig Thompson (mi amigo Txavi, tras habérselo regalado a unos cuantos amigos y ya no recuerdo si a mí también, me recomendó su Adiós, Chunky Rice: una maravilla que ignoro si volvió a igualar con el posterior Blankets -novela gráfica que gozó hasta de posterior banda sonora- o en este Habibi que no creo que hubiera leído de no darse las presentes circunstancias de escasez -ni las historias de Corto Maltés ni el Daredevil con guión del director Kevin Smith que he leído estas semana me han parecido gran cosa: claro que con este último personaje es inútil cualquier empresa después de la etapa culmen de Frank Miller-).

     Ni Astérix ni Tintín -al que, por cierto, el fracaso de la película de Spielberg nos ha librado de tenerlo que llamar tantán tal y como ya ha cuajado el espáiderman para el espíderman de toda la vida-.

     Por suerte, al menos en lo que a Astérix (también pronunciado llano como mandaba la tilde de las primeras ediciones hasta que la película con Depardieu nos lo volvió francófonamente agudo) se refiere, la hermana de Siberia promete subsanar el problema: dispone de la  colección completa.
   
     Deseo con ansia volver a leerla entera -La cizaña, regalado por una antigua jefa de mi madre a quien bien podría deber la pasión lectora si tenemos en cuenta que regalo suyo el fue el primer libro más o menos largo que recuerdo haber leído (un siete de enero fuimos a recoger dos paquetitos envueltos en papel marrón -a su casa, Melchor, Gaspar y Baltasar llegaban con un día de retraso a causa, lógicamente, de que Isabel vivía en Valencia y no en Mislata (que durante el mismo día pudieran dejar regalos en las casas de niños de todo el mundo y hubiera que esperar al día siguiente para descargar en Valencia capital no suponía motivo de sospecha alguno: eran magos -no otro argumento interiorizaba a la hora de entender por qué mis padres nunca dejaban las puertas del balcón abiertas para que pudieran entrar los camellos que, también lógicamente, bebían café con leche- y, en todo caso, sus razones tendrían; mi prima -por ejemplo- quedaba convencida cuando sus padres y los míos se iban al Continente a mirar los regalos para dejarlos encargados, ya que los reyes también compraban en los desaparecidos almacenes)- que contenían un libro para mí y otro para mi hermano mellizo sorteados a ciegas; a mí me tocó una edición de Las aventuras de Tom Sawyer adaptado para jóvenes y con una página de cómic cada dos o tres con letra sola de la antaño célebre Historias selección de Bruguera: no estaba mal del todo pero ¿acaso podía competir mínimamente con el radiante libro desde cuya portada un chico rubio parecía a punto de caer al vacío por la barandilla de lo que luego descubriría que era un faro y con el irresistible título de Los cinco en las rocas del diablo que le había tocado por azar a mi hermano? hube de recurrir a la artera maña -según me recuerda mi madre todavía hoy, numerosas veces utilizada en mi infancia- de alabar panegíricamente el libro que me había caído en suerte para, magnánimo, ofrecerle a mi afortunado hermano la posibilidad de trueque por el suyo -Jacob, en el momento de arrebatarle la primogenitura a Esaú, un aprendiz a mi lado-; accedió -ignoro si convencido o apiadado-, tal y como hizo -según cuenta mi madre a la primera de cambio para alabar mis ya extintas dotes para la argucia ladina- al ofrecerle mi magnífica raqueta agujereada -por la que se podía colar la pelota como valor añadido- y mi espectacular coche de juguete -capaz de efectuar prodigiosos derrapes causados por la falta de una rueda- a cambio de sus convencionales, aburridos e intactos coche y raqueta) fue el primero de los álbumes del irreductible galo que tuve en mis manos (poco tiempo después acudía a la biblioteca de Mislata -o a la de mi colegio, o a las dos: no recuerdo- para emitir todas las tardes -por orden cronológico- una nueva aventura de Astérix: de la radio-televisión que -ríanse del típico amigo imaginario- emitía desde mi mente para el mundo entero -siempre que alguien en el mundo dispusiera de antena telepática, por supuesto- los cómics y libros que leía, las películas que veía en mi casa o en las de mis amigos y hasta varios acontecimientos como las transmisiones en riguroso directo de tracas, castillos y cremás falleras; permítanme que hable -quizá largo y tendido- otro día con más tiempo en este misceláneo y atropellado diario público)-.