Igual que si estuvieras siempre al borde
de caer por el cuello de un reloj
de arena movediza, o bien, de ahogarte
rendido en el hondón de una clepsidra,
sientes el tiempo que te queda -escuchas
un incesante acúfeno endiablado
que va atenaceándote el oído-
y los momentos buenos, cuando llegan,
resultan cada vez más esporádicos:
tan fútiles y efímeros que piensas,
al cabo, que sería preferible
que en adelante no se presentaran
o que pasen de largo, inadvertidos,
por no aferrarte a vanas ilusiones.
No se acaba el declive cuesta arriba.
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